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Partidos por la mitad
De la locura poética y otras pérdidas1 |
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No es
frecuente ver a un hombre, con el balazo que le mató en el vientre, llenar una
tela de cuervos negros por encima de una especie de llanura tal vez lívida, en todo
caso vacía, en la que el color de borra de vino de la tierra se enfrenta
violentamente con el amarillo sucio del trigo.
Antonin Artaud
Parece que cualquier discusión sobre el tema de la locura y/o la
psicosis requiere, a fin de comenzar, tratar de poner en claro los presupuestos
de los que por necesidad arranca. El principal de ellos es, obviamente, la
figura que sobre la estructura normal de la racionalidad y la conducta humana se emplea como patrón de medida. No
será fácil, al empezar por allí, apoyarse en algún consenso. No sería justo.
Es significativo que, por ejemplo, no aparezca
una entrada con la palabra «locura» en un Diccionario tan riguroso como el de Laplanche y Pontalis.2 Acaso porque tal palabra,
para un discurso científico, dice o mucho o demasiado poco. En el otro extremo
del espectro, o al menos muy alejado de allí, un escritor como Ambrose Bierce sostendrá que el
loco es sólo aquél que se encuentra «afectado
de un alto nivel de independencia intelectual;… que no se conforma a las normas
del pensamiento, lenguaje y acción que los conformantes han establecido
observándose a sí mismos;… que no está de acuerdo con la mayoría».3 La locura es el nombre impuesto por la gente normal —a saber, «funcionarios carentes de pruebas de su
propia cordura»— sobre todo lo que ella misma es incapaz de comprender.
Incomprensible, en todo caso, por inutilizable: la locura es la palabra que se
asigna a la irrupción de lo inusitado, de un gesto o acto o vocablo que rompe
el hábito y los «usos» de una comunidad equis. Loco es el anormal; loco es el
raro; loco es el enfermo.
Resulta palmario que para aceptar esto
necesitamos saber qué piensa quien decide si alguien está loco, a propósito de
la normalidad, la costumbre o la salud.
En la vida diaria, uno se las arregla como
puede: si alguien está loco o hace una locura más o menos salta a la vista.
Esto ocurre porque el «loco» resulta ser el primer sorprendido. Todo cambia si
es necesario construir un concepto que dé cuenta de esas sorpresas, minucias,
accidentes, irregularidades, micro o macrocatástrofes.
La empresa es en extremo paradójica: es casi
una locura tratar de capturar la locura en un concepto.
No obstante, a eso se dedica mucha gente
aparentemente sensata. Con seguridad obedece —anticipémoslo— a coerciones de
tipo laboral. Estas constricciones, sin prejuzgar su estatuto propio de salud
mental, iluminan el paso de la palabra coloquial «locura» al término mucho más
técnico (aunque no por fuerza más preciso) de «psicosis».
Un loco, según intuimos, no necesariamente está
descontento con su condición; el psicótico es, por contra, un ser humano que en
verdad la pasa mal. La diferencia, si
la hay, tendrá que ver con la presencia o la ausencia del sufrimiento.
En suma, y por principio de cuentas, ¡hay que
estar en verdad muy loco para desbarrancarse en la psicosis!
Estar loco es no poder darse cuenta de cuán loco se está. ¡De
cuán loco se debería estar! Ahora
bien: no se puede estar loco de adrede. Si, por otra parte, es pasajera,
controlable, ¿sería correcto continuar hablando de locura?
En cualquier caso, habrá niveles. Una locura
fuerte es aquélla que niega irremediable y frontalmente lo real. La suave es, a
su turno, aquélla que es efecto de una más o menos ponderada elección. Efecto
de una preferencia: entre el ser y el no ser, elijo el segundo.
¿No es precisamente lo que propugnaba el
surrealismo? «No será el miedo a la
locura», establecía André Breton en el Primer Manifiesto del Surrealismo (1924)
«lo que nos obligue a bajar la bandera de
la imaginación».4 Esta locura es suave dado que sabe que es
cierta clase de locura. A la otra es bueno temerle, pero sin que semejante
prevención nos obligue a arriar las velas de la imaginación. Nobleza obliga.
Con estas primeras afirmaciones nos aproximamos
a una idea asaz recurrente: a la razón es supremamente fácil abandonarla en
favor de lo imaginario. Es, incluso, lo normal.
Atenerse estrictamente a lo que hay, o a lo que es, no parece ser el rasgo más
humano. Todos huimos, en uno u otro momento, como se dice, «por la puerta
falsa». Hemos llegado a ser maestros en el arte de salirnos por la tangente,
como también suele decirse.
«Lo que es», espetaba agriamente el frankfurtiano Theodor W. Adorno a
Sir Karl Popper, «no es todo». Es una de esas frases
lapidarias e inagotables con las que los filósofos trabajan años enteros. «Lo
que es» designa una parte, y sólo una, de algo que podríamos denominar: «el
todo». Hay un todo que (aun) no hay.
Desesperación de los liberales, de los lógicos —y de los británicos en general.
Es comprensible, la verdad.
Pero existe una nota inquietante y a veces
hilarante en estas rápidas tomas de partido. ¿Quién se
halla positivamente seguro de poder en cada situación distinguir «lo que es» de
lo que no? Un loco, por definición, se encuentra privado de semejante facultad,
pero ¿y nosotros, los que —quién sabe por qué artes y bajo qué inconfesables
criterios— pasamos por cuerdos? ¿Quién, hablando en serio, está más
desequilibrado?
Nada fácil. Si lo fuera, ni siquiera la
filosofía existiría. ¡Menos aun la ciencia! La filosofía consiste precisamente
en la propuesta de un camino que permita reconocer una cosa a un lado y la otra
al otro. Parménides prohibía otorgar ser al no ser.
Platón, incorregible parricida, incitó a hacerlo. Claro que lo hizo tratando de
justificarlo por un fin noble: hacerse el loco para enseñarnos a distinguir a
(y escapar de) los locos de verdad.
La verdad, a pesar de todo, es que la filosofía
parece desde su comienzo hasta su previsible final más bien cosa de locos. Los
antiguos llamaban para-noia a la locura: una especie —nótese— de exceso de
razón, no un defecto. La locura específicamente filosófica —ya lo veremos al
hablar de Cervantes— concierne a un sobrenadamiento de la razón; el filósofo sabe distinguir entre lo que es y lo que no es porque
sabe bien qué es lo que no puede ser.
¡Inclusive lo que no debe ser! Pero
con ello no se pone demasiado por encima del común de los mortales.
Lo más frecuente, decíamos, es «hacerse el
loco» ante determinados objetos o situaciones. ¿Hay algo malo o patológico en
este comportamiento? Y, de haberlo, ¿para quién? ¿A quiénes les importa?
Tengo la impresión de que la locura, en cuanto tal, aun si no
hemos podido ni empezar a delimitarla, y menos todavía a definirla en términos
de diccionario, es inerradicable. La existencia misma
de las palabras (y de la ciencia) es una locura inmensa. Los signos se ponen en
lugar de las cosas y ya sólo media un paso para
preferirlos a las cosas, o a no poder —ni querer— nada con éstas sin la
participación de las palabras.
En suma, la locura es inherente a un animal que
deja de obedecer a su instinto y a sus atavismos para encaramarse a un mundo
construido de principio a fin y de un extremo al otro con señales y utensilios.
¿Hay algo más enfermo que habitar un mundo hecho de cabo a rabo para servirse
de él?
Los humanos, pues, son bestias tocadas por la
luz ultravioleta o infrarroja de la locura. Mas una locura que les viene de la
razón misma, no de su ausencia. Muy astutamente, han querido construirse un
saber de lo irracional y confiarse a una razón de su locura, pero las cosas
terminan en uno u otro momento por salirse del carril. Se preguntan ahora por
la locura de la razón y por la irracionalidad del saber,
azorados y nerviosos.
¿No era una locura dejar de confiar en el
instinto? ¿Y creímos siempre que el loco era él?
«Sólo el
hombre delira», asegura Clément Rosset, «porque sólo el hombre dispone de una mente».5 ¿Tendremos que volvernos un poco más bestias para recuperar cierta sabiduría?
¿La mínima salud? Toda una respetable tradición filosófica —de los cínicos y
los atomistas hasta Montaigne, Spinoza,
Schopenhauer y Nietzsche— conspira en tal sentido. Sin contar a los artistas.
El cuerpo, se diría, es incapaz de mentir. ¡Bendita incompetencia! Pues si no
puede mentir, difícilmente podría equivocarse. Así que, deshacerse de la
locura, ¡imposible!
La cuestión de la locura, dándole la vuelta, y
afrontándola como condición, es la de lo imaginario. ¿Habrá locos por falta de
imaginación? Necesitamos referentes. El abad del Surrealismo opina que el loco
lo es sólo como víctima de la imaginación. Clément Rosset —por fortuna aun entre los vivientes— lo tiene bastante claro: uno se
vuelve loco por miedo a lo real. Si no por miedo, por aburrimiento. Lo real es
sin chiste. Quizá fundamentalmente odioso. La locura es tornar intensamente
real algo que en absoluto lo es. El marido enloquecido que golpea a la mujer
sin razón aparente y sólo alcanza a farfullar: «¡Y tú
ya sabes por qué!».
La paradoja es hermosa: más real cuanto menos
real. De locuras a locuras. Innocuas en un polo y sanguinarias en el otro.
Fuertes y suaves, tenues y ferrosas. Las hay divertidas y las hay siniestras.
Simpáticas, antipáticas, meramente apáticas. El origen, hasta aquí, es el
mismo: el loco se desinteresa por lo que es. Tiempo después, no puede ya verlo
«ni en pintura».
¿Existe el camino de retorno? ¿Todos desearían
recorrerlo?
En algún momento de lo que sigue me ocuparé de cuatro o cinco
enormes ejemplares. Cervantes y Erasmo, por una parte; Nietzsche y Hölderlin, por la otra. Artaud,
de ser posible. ¿Qué nos enseñarán esas mágicas y trágicas locuras? Entretanto,
observemos, puro golpe de azar, un paisaje más próximo. «La sociedad se ha Un poeta sólo puede proferir palabras de
reconocimiento. Desde la relativa lejanía del Primer Manifiesto, André Breton justifica
la reclusión de algunos desquiciados sin por ello privarse de enviarles flores.
La imaginación los metió ahí, pero la misma imaginación les brinda consuelo;
los alienados «gozan de su delirio lo
suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos». Nada hay
más entretenido, dice Breton, que las confidencias de
esa gente «de escrupulosa honradez».
Y de infinita inocencia, también. A propósito de su utilidad, nos recuerda que
Colón sólo logró descubrir América gracias al concurso de una tripulación de
alienados.
La línea divisoria vuelve a definirse a partir
de la experiencia del goce. Locos, gozamos, pero el sufrimiento o la
desesperación también nos arrojan en la locura. La locura será extrema o no
será.
En cualquiera de los casos posibles, el poeta
encontrará en el loco un aliado y un compañero de viaje. Breton coincide con el filósofo: locura es instruirle proceso a lo real. ¡Pero
enfermizo sería no hacerlo! La «actitud realista» —de Santo Tomás a Anatole France— es síntoma inequívoco de mediocridad, odio
y suficiencia. Interesante será constatar que el poeta identifica la realidad
con la imagen del positivismo. Es indeciblemente chata e inferior. Hostil «a todo género de elevación intelectual y
moral». El poeta estima, tajante, que lo real es estúpido.
¿Ejemplo de esta estupidez? Dostoievski. El
exabrupto no evitará una más o menos franca carcajada. A juicio de la
literatura realista todo da exactamente lo mismo. Ausencia absoluta de relieve
y de contraste. El hombre se arranca de esa realidad aplicándole toda su
sensibilidad y toda su inteligencia. Su patria, vendría a decirnos, es lo imaginario.
A ella —y solamente a ella— se debe.
En abierto desafío a Descartes, y a toda la
tradición racionalista, el poeta defiende los derechos de la locura reservando
no obstante el privilegio a la experiencia onírica. La razón es necesaria, pero
se ocupa de lo más irrelevante en una vida humana. Sirve para orientarse en las
partes más «someras» de la existencia. Una vida propiamente humana consiste en
devolverle a la imaginación —eso que se desborda en el sueño y en la locura— lo
que le corresponde:
… un gran Misterio. Creo en la futura
armonización de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son
el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si
así se puede llamar. Esta es la conquista que pretendo, en la certeza de jamás
conseguirla, pero demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para
privarme de anticipar un poco los goces de tal posesión.7
Freud y Hegel, Hegel y después Freud, demonios
tutelares o mascarones de proa de una empresa paralela a la del Gran Almirante.
¿Está loco el poeta? Sí y no. En definitiva, ateniéndose
limpiamente a los hechos, no es lo que se dice «normal». Pero no está lo suficientemente
loco al darse cuenta de que su sueño es una locura. Sabe que su sueño no es más
que un sueño; pero, —he aquí lo que me parece decisivo— olvida la muerte para gozar por adelantado de esa «posesión».
«Demasiado
olvidadizo de la perspectiva de la muerte», confiesa el poeta. ¿Pasará por
allí la nueva línea divisoria? Queda clarísimo que lo «normal» se presenta como
aquello que debe ser «eclipsado», pues en todos los casos constituye, dice Breton, «una
formidable lacra». Lo normal es mortal. Coincide, punto a punto, con lo
doméstico. ¡Hay que estar locos para aceptar la planicie de la normalidad! Toda
doma es terrorífica. ¿De qué se trata, pues? ¿Qué significa ser un hombre de verdad? El poeta lo proclama: para
poseerse «por entero» es preciso «mantener en estado de anarquía la cuadrilla
de sus deseos»; es la (inmortal) enseñanza de la poesía.
Al filo de estas reflexiones, no se pregunta
uno si la locura es lo más normal del mundo, sino si toda normalidad es
decididamente la peor de todas las locuras. ¿A dónde podríamos movernos, y para
qué? La experiencia poética, que Breton y el
surrealismo nos invitan a pensar en su terreno, en ese tenso vínculo con el
sueño y la locura, es la experiencia innominable de quedar partidos en dos mitades, mitades que NUNCA podrían reducirse o
recuperar su unidad. Esta «imagen» es lo que Breton sintió en medio de un sueño y que no
supo trasladar adecuadamente a la luz de la vigilia. Concierne al carácter
siempre oscuro y fragmentario de las revelaciones: «Hay un hombre a quien la
ventana ha partido por la mitad».
Como cabía esperar, la naturaleza de esta
epifanía no ha sido —y es de presumir que no lo será— enteramente descifrada.
Con todo, persiste la sensación de que la locura no remite directamente a esta
escisión, sino a la voluntad temerosa de caer
de un solo lado. ¿El loco es aquel que ya no puede regresar? Partido en
dos, querría reconstruir su otra mitad del lado en que imagina (o quizá desea)
haberse precipitado. Se enferma por querer ser uno y el mismo. Kafka habría
perdido la razón si no hubiera escrito La
metamorfosis, eso es seguro.
Georges Bataille, tan
cercano en su día al surrealismo, detectó muy tempranamente ciertas taras y
muchas tareas pendientes. En sus escritos no nos sugiere una figura dualista:
el ser humano es «uno», pero se distingue de otros seres animados por su andar
por la vida con una figura doble. No
dos en uno, sino uno en dos.
En breve: se es un animal que trabaja y un
animal que sueña. «El hombre que trabaja»,
explicaba Bataille, «es un hombre que se separa del universo. El hombre que trabaja es un
ser que se encierra en casas, se encadena a sus jefes, a sus índices, a sus
mesas de trabajo y a sus cepillos».8 Se comprende: el trabajo es
sujeción (o sumisión) del instante presente a la idea de lo que vendrá. ¿Qué ha
sido suprimido o silenciado por el trabajo? La parte soberana: «Ese elemento
irreductible por el cual el hombre sólo puede asemejarse perfectamente a una
estrella».
Esto de la «estrella», que conste, no es una
metáfora «poética».
Es lo que se es. Animal
que trabaja, pero sin remedio animal
que existe más allá o más acá de su conversión en sujeto (del lenguaje, del
trabajo, del mundo). Quizá no somos «extensión» + «pensamiento», sino, con
menos pretensiones, espacio dislocado.
Un espacio lingüístico-laboral que en uno de sus flancos (es un decir)
«comunica» con un espacio no lingüístico y no laboral.
Por así decirlo, no «somos» «esto» y punto,
sino «esto-y-esto-y-esto-y-esto…» —y puntos suspensivos. La sentencia hamletiana
cobra otro brillo. Lo que un ser humano «es» no se opone a aquello que «no es»,
sino que somos y no somos; he ahí el
dilema. ¿Es posible ser-y-no ser al mismo
tiempo? ¡No hay remedio!
Esto ocurre, supondré, en tanto para «ser» algo
es necesario «no ser» alguna otra cosa. ¡Principio y fin de toda locura! Los
animales, las plantas, las piedras, las nubes, son lo que son y sanseacabó;
pero los humanos extrañamos al mismo
tiempo eso que somos y eso que por ser precisamente lo que somos ya hemos dejado
de ser. Nuestro destino es la alteración. Nuestra identidad es su falta.
Nuestra esencia es la pérdida.
Ahora bien, es
en virtud de ello que se habla. ¿Con vistas a resanar esa herida interior?
¿Para tender un puente por encima del abismo que soy? ¿Se habla sólo para
«comunicar» con otro ser? El hecho es que «se habla». Y también es un hecho que
se habla para. ¿De dónde, pues,
surgiría el deseo de un habla sin, de
un habla inconsecuente, improcedente, de un habla exenta de pre(su)posiciones?
¿Es imaginable un lenguaje que fluya bajo el signo de la ausencia de signo? ¿Es
pensable un hablar que consista en, o busque, renunciar a sí mismo?
Me parece innegable que las religiones —al
menos las dominantes, cuyo sentido primordial es la salvación— atraviesan por
un momento o ceden a una exigencia similar. Los hombres trabajan para vivir,
pero no deben vivir para trabajar; ¡a Dios lo que es de Dios, y al César lo que
es del César! Incluso el animal técnico experimenta sus instantes de lucidez.
Sólo que esta experiencia cernida en un sistema credencial y eclesiástico no da
mucho de sí. Somos algo más que trabajo y técnica, pero con todo es demasiado
riesgo cederle el poder al polo no racional: la técnica es la técnica aunque se
emplee con fines salvíficos.
Y esta precedencia o privilegio de lo
técnico-laboral-racional está presente en la idea de Dios: «saberlo todo, quererlo todo, encadenar todo
y nunca olvidarse de sí mismo».9 Los griegos de la Antigüedad ya
lo sabían, pero ahora comprendemos que ese Dios es una «proyección» de nosotros mismos —en lo que hay de compulsión a la
mera supervivencia, al aseguramiento instintivo de la propia existencia.
Se comprende que del politeísmo al monoteísmo
se haya producido una formidable caída, una monumental catástrofe; con los
dioses antiguos no hay gran cosa que negociar. Su «mentalidad» no se ajusta a
la lógica del tendero, o del banquero. No son creadores del mundo, y en tal
virtud no se comportan como si fueran sus dueños. No hay «acciones» buenas y
malas que contabilizar. Nada que «invertir»: los dioses no se permiten
establecer tratos «justos» con los humanos, pues no hay ni rastros de igualdad
o de isonomía entre aquéllos y nosotros. Con la
aparición de un dios moral, de la moral qua Dios, las cosas sufren un inmenso vuelco: las cosas humanas —y las que no lo
son.
Notoriamente, esta discusión versa sobre el apabullante
predominio de la cabeza sobre el cuerpo o de la razón sobre las pasiones. Es la
cúspide del individualismo posesivo. Es la absorción sin residuos de la tierra
en las mandíbulas del mundo. Lo otro, digerido molecularmente, atómicamente,
reducido a nada por lo Mismo.
Asistimos, indefensos, al imparable y
abigarrado proceso de capitalización de lo humano. ¿Dónde termina lo normal y dónde comienza la locura?
Por tanto, comencemos a recapitular. Un hombre
o una mujer pueden enloquecer si se les impide rebajarse de vez en cuando al
estatuto de un escarabajo, de una serpiente o de una vulgar roca de cuarzo.
Quizá allí resida la esencia de lo poético. Ilógica de los pasajes, tal como
presentía Benjamin. Es lo mismo, o casi, que escribe
Julio Cortázar mirando con antenas y patas de hormiga a ese «País llamado Alechinsky»:
Si al comienzo, demasiado habituadas a nuestro
triste vivir en dos dimensiones, nos quedábamos en la superficie y nos bastaba
la delicia de perdernos y encontrarnos y reconocernos al término de las formas
y los caminos, pronto aprendimos a ahondar en las apariencias, a meternos por
debajo de un verde para descubrir un azul o un monaguillo, una cruz de pimienta
o un carnaval de pueblo; las zonas de sombra, por ejemplo, los lagos chinos que
evitábamos al principio porque nos llenaban de medrosas dudas, se volvieron
espeleologías en las que todo temor de caernos cedía al pasar de una penumbra a
otra, de entrar en la lujosa guerra del negro contra el blanco, y las que
llegábamos hasta lo más hondo descubríamos el secreto: sólo por debajo, por
dentro, se descifraban las superficies.10
Pues, después de tantas vueltas, ¿quién
reconoce de una buena vez lo que es real y lo que apenas lo es? ¿Cómo asegurar
que alguien está o no está loco? ¿Desde dónde podría decirse cosa semejante? No
está nada claro de dónde deriva nuestra palabra loco, pero algo tiene que ver con el latín «locus», lugar. El loco,
se sabe de antiguo, es aquél que ocupa o habita o transita un lugar equivocado;
está más o menos —recordemos a Bataille— dislocado.
En consecuencia, lo que pide la locura es menos una clínica que una topología.
Por ejemplo, ¿en qué consiste la locura del más
emblemático personaje de Cervantes? Vayan en prenda dos hipótesis mínimas. La primera: Don Quijote es la realización (literaria) de una
virtualidad (metafísica) barruntada por Descartes. La operación descrita en el Discurso del Método y en las Meditaciones metafísicas se resumiría en
lo siguiente: suprimida mi confianza en el testimonio de los sentidos —en la sabiduría ancestral de mi cuerpo—, sólo puedo eludir el espiral o el laberinto de la locura
volviendo a depositar mi fe en la existencia —y en la protección— de un Dios
moralmente bueno, de un Dios racional. Ahora bien, si se suspende esa creencia,
o se posterga indefinidamente esa decisión, sin renunciar con ello a la
anulación del juicio de los sentidos, el resultado es aquella inverosímil,
ambigua, (auto)paródica, equívoca y paradójica ficción
verdadera que protagoniza el «caballero de la triste figura».
La segunda: Don Quijote es muchas cosas, con toda evidencia
demasiadas, pero esencialmente es un libro. Cervantes dobla o mima o parodia a
Calderón: la vida es libro, y los libros, libros son. El Quijote es una
invención del libro, la locura resultante del hecho de que hay libros. La locura de Don Quijote es, así, la locura del libro.
Y no sólo de los libros de caballería, de los —ya contemporáneamente en desuso
o en franca retirada— libros de romanzas medievales, sino de los libros en general.
Don Quijote no se entiende bien sin Don Juan, que no se entiende
bien sin la Celestina, que no se entiende sin Don Quijote, que no se entiende
bien sin la comparecencia —próxima o lejana, directa o indirecta— de todos los
libros del mundo. Cervantes escribe ese libro como —fallido, pero por ello
mismo inquietante— exorcismo del libro.
El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha es el libro que descubre que todo libro es en
cierta forma quijotesco; lo es, al menos, en el siguiente sentido: cada libro
nace bajo el secreto designio de acabar con todos los libros, pero una vez
nacido sólo puede contribuir a su imparable proliferación. Hasta cuàndo es más bien humo o paja, todo libro es lapidario,
pero por ser lapidario engendra una infinidad de libros.
Esto es lo que, entre otras paradojas, comprendió Borges. El
libro, todo libro, es quijotesco porque enseña, contraviniendo lo que uno cree
casi espontáneamente, que si hay partes es porque (primero) hay (un) todo. Don
Quijote es increíble pero lo es esencialmente porque todo libro —de ficción o
de no ficción— lo es. Esto es, tal vez, lo más admirable, pero también lo más
perturbador del Quijote: es un engaño destinado a revelar el engaño del mundo
—más un engaño que permanece engaño, y que al contribuir a él termina por
sacarlo, aun imperceptiblemente, de balance.
En otras palabras: Cervantes está convencido, como Calderón, de
que la vida es sueño, pero sospecha, además, de que es precisamente el sueño lo
que anuncia y asegura el despertar. Pero despertar, ¿a dónde? ¿A dónde, si la
vida no es otra cosa que un sueño? ¿Despertar es por ventura (o desventura) no
despertar de un sueño, sino despertar al sueño?
Por lo mismo, no parece en modo alguno delirante sospechar que Cervantes
escribió al mismo tiempo la historia auténtica y la historia apócrifa de un
personaje cuya autenticidad consiste exactamente en su capacidad de engañar y
de dejarse engañar.
No es, por lo demás, la última enseñanza del Quijote el que el
libro de todos los libros sólo puede ser una parodia o, más exactamente, una autoparodia. Menos una crítica o una sátira de su tiempo
que una reconversión de la mirada. Se advertirá que la caballería andante se
esgrime discretamente como una crítica del presente, pero una crítica que
necesariamente se realiza desde un ideal susceptible de juzgar en términos
morales dicho presente. El Quijote escenifica, pone en obra y en perspectiva la
locura inherente a esta clase de crítica del mundo «real», pero lo hace afirmándola, llevándola al absurdo, o, peor aún,
al ridículo. Y es que la locura no consiste en corregir lo que en el mundo hay
de torcido, sino en el intento de hacerlo desde un lugar y desde un tiempo equivocados. El Quijote no enseña que el mundo sea
incorregible, sino que para que ello sea posible es preciso, es indispensable,
corregir en primer término el ángulo de mira —y su alcance: no es cuestión de
juzgar malo (o loco) al mundo y actuar en consecuencia, sino de comenzar por corregir el juicio, es decir, de empezar
por volver el juicio contra sí mismo.
Quizá esto ayude a iluminar la ambigüedad de la operación que
despliega el libro de Cervantes, cifra expósita de
todos los libros del universo, pasados, presentes y futuros. No sólo porque el
loco es a veces cuerdo y el cuerdo a veces se hace el loco, con todas las
variantes, oscilaciones y reversiones posibles, sino porque el loco es
perfectamente cuerdo en su locura y el cuerdo perfectamente loco dentro de su
cordura.
Lo más probable es que la locura de Don Quijote, como casi
cualquier otra, no derive de un defecto, sino de un exceso, de una
superfetación de la razón.
Tal como ha sugerido José Antonio Maravall con perspicacia, Don Quijote no estaba ni loco ni cuerdo, porque su conducta
siempre es perfectamente racional dentro de un orden que ha emergido como
resultado de una profunda y extraña subversión de los sentidos:
En Don Quijote propiamente lo que hay no es un desquiciamiento de
la razón, sino otra cosa. Don Quijote ha llevado a cabo un total y previo
trastrocamiento de los datos del mundo empírico. Los molinos son gigantes; las
ventas, castillos; los rebaños, ejércitos; la bacía, yelmo; el molino harinero
junto al Ebro, cárcel odiosa. Esto supuesto, es decir, transmutados estos datos
de la experiencia, todo discurre racionalmente. Lo extraordinario está en una
operación, en cierta medida previa al razonar, y en virtud de la cual ha
cambiado la realidad del mundo, o si se quiere, de los elementos del mundo
descoyuntándolos y reagrupándolos en forma distinta a la usual.11
Ahora bien, ¿qué es un libro, sino un orden racional del cual se
han suprimido, o al menos adormilado los sentidos? Don Quijote no está loco si
por ello se quiere entender que es alguien totalmente privado del uso de la
razón. Cervantes, desde su prólogo, sólo dice que, a consecuencia de un exceso
de lecturas —de un exceso de libros— «se le secó el seso y perdió el juicio». Perder el juicio no es lo mismo que estar privado de razón,
sino más bien perder la capacidad de atemperarla, de limitarla, de encaminarla.
Esta capacidad se pierde, o se debilita seriamente, en el momento
en que se anula o se rechaza el testimonio de los sentidos. La propia filosofía
poética de Cervantes así lo atestigua:
La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella
tierna y de poca edad,
La lección ética (o política, o incluso
clínica) del Quijote comenzaría así a perfilarse. La corrección del
mundo que se confía a la razón —a la razón práctica, a la moral, a la ciencia—
sin la participación de la «crítica sensible» (es decir: de la poesía) desemboca irremediablemente en una
infatuación tan grotesca y tan cruel que sólo podría motivar entre todos los
lectores y deudos del libro una risa más bien nerviosa.
Habrá de recordarse que este libro de todos los libros fue
escrito en prisión. Cervantes estuvo preso por
deudas. Circunstancia que a fin de cuentas sólo pudo provocar en él una
amplia sonrisa. Aristotélico de principio a fin: tan sólo la risa nos distingue
del resto de las creaturas. Pero hay de risas a risas: la risa inteligente es
la que viene de una locura que ya no es excesivo ni majadero ni inoportuno
calificar de poética.
Y de ella tendremos que comenzar a hablar.
¿Qué nos ha dejado dicho el Dr. Jacques Lacan de la locura? Que,
por principio, algo tiene que ver con la escritura. Lo cual me remite de
inmediato a aquel relato de Machado de Assis en el
que un tal licenciado García, internado en el manicomio de Itaguaí,
«no decía nada, porque imaginaba que el
día en que llegara a pronunciar una sola palabra, todas las estrellas se
desprenderían del cielo y abrasarían a la tierra», convicción que
manifestaba siempre por escrito al perseverante médico.13 El
escritor brasileño no se priva de observar que «la paciencia del alienista era todavía más extraordinaria que todas las
manías hospedadas en la Casa Verde», tal como era conocido el asilo. La
anécdota del relato —se recordará— es preciosa: siempre en nombre de la
ciencia, cualquiera, y en cualquier
momento, puede presentar síntomas de locura –lo cual justifica su reclusión–;
y, a la inversa, que cualquiera, aun
si más raramente, puede presentar síntomas de equilibrio mental, lo cual
llegado el momento interesará mucho más a la ciencia.
Lacan establece una extraña petición de
principio: «Comiencen por creer que no
comprenden».14 ¡Nada más fácil! Por poco que avancemos en el
asunto —en cualquier asunto— comprendemos lo poco que en verdad comprendemos.
Ahora, las cosas cambian si continuamos. ¿Llegaríamos en un momento futuro a
comprender lo que está ocurriendo? Lacan se opone con firmeza. Quizá lo que
impide avanzar es la obsesión por comprender. Mejor será cambiar de canal,
hacer skip. Es imperioso apartarse del plano de la
comprensión e ingresar al de la interpretación.
¿Qué distancia media entre una y otra?: la que
hay entre la palabra hablada y la palabra escrita. Veamos en qué sentido. El
ser humano es un ente «complicado y raro». Está medio arrancado de su
existencia animal y zambutido —merced a la palabra— en
un cosmos antinatural. Entra a éste en el
nombre del Padre, expresión terrible donde las haya. Es, desde su bautizo,
o su registro civil, un animal con un nombre. Un nombre que arrastra (y le arrastra)
hasta la tumba. Animal dotado de epitafio (y, no sin frecuencia, de cenotafio).
Esta nombrabilidad «propia» es denominada orden simbólico. Allí las cosas ocurren
de determinada manera. Diferentes, por lo demás, al funcionamiento del orden imaginario. Éste consiste en una
cremallera de imágenes con las cuales se entablan relaciones de identificación,
extrañamiento, etcétera.
Al entrar en el orden simbólico, todo significa algo —o puede significar.
Perdemos la espontaneidad; la noche y el día dejan de ser lo que son para
adoptar una naturaleza estrambótica: dejan de ser «en sí» y resta sólo un «para
mí (o nosotros)». ¿Qué son pues: operadores o, mejor, conmutadores de un
código? Operadores, desde luego, binarios: sí y no, presente y ausente, marcado
y no marcado, vacío y lleno, etc. ¿Significantes sin significado? A veces: no
se puede evitar cierto deslizamiento y cierta divergencia que produce fricción
y disonancia en la más pretendida que lograda conjunción del significante
(material) y del significado (ideal). La pregunta es si uno podría meramente
desentenderse del otro.
Por lo pronto hay que saber que el sujeto se
conforma con arreglo al polo significante. Incluso —y más aun— si remite a un
significado ausente. Tal significante recibe en Lacan el membrete de nombre del padre. Designa, o, más bien,
apunta al lugar de ensamblaje del animal humano en la cadena simbólica. Ahora
bien, la locura, según esto, consiste en interponer una imagen en esta
ensambladura. Una imagen más o menos apabullante. El loco no puede servirse de
ese significante para entrar al orden simbólico, puesto que se halla ocupado,
imaginariamente obturado por una figura descomunal: por una divinidad, por un
monstruo, por un demonio.
Para sortear este significante anonadante y libérrimo, para no
caer en la locura, el sujeto ha de proponer un pacto. ¡Un pacto, naturalmente,
escrito, leído y firmado! El lance de Fausto con Mefistófeles pertenece a este
horizonte. Muchos otros. Vienen automáticamente a la mente los conocidísimos casos
de Kafka, Dostoievski, Artaud, Van Gogh… «El sujeto»,
apunta Moustapha Safouan, «se encuentra en la imposibilidad de asumir
la realización del significante padre en
el nivel simbólico. Sólo le queda la imagen a la que se reduce la función
paterna».15 Esta imagen, siempre avasalladora, es el motor del
delirio.
¿En qué se reconoce la locura a la que el
camaleónico Erasmo de Rotterdam encomia con tanto entusiasmo? ¿Es la misma
locura del Presidente Schreber? ¿Es —sombra que
habla— el devastador (y a la vez edificante) efecto de una forclusión?16
El psicótico, según instruye Lacan, no es capaz
de establecer pacto alguno con un significante tan aterrador; pero ¿de qué es
capaz un sujeto «normal»? Esta pregunta requiere ser debidamente «historizada» para desarrollar una respuesta satisfactoria.
En otras palabras: ¿es lo mismo la
locura de los antiguos que la locura de los modernos?
En absoluto. Dado que no dispondremos del
suficiente espacio para discutir en detalle las diferencias, bástenos citar un
texto que opera como auténtico parteaguas. También es
como un pararrayos. Escuchemos la voz de San Pablo, dirigiéndose a los griegos:
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el literato?
¿Dónde el sofista de este siglo? ¿Acaso no ha hecho Dios loca la sabiduría de
este mundo? En efecto, puesto que el mundo no supo, con su sabiduría, conocer a
Dios en las manifestaciones de la sabiduría divina, Dios se complace en salvar
a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Y dado que los judíos
reclaman milagros, y los griegos van en busca de la sabiduría, nosotros,
contrariamente, predicamos a un Cristo crucificado, objeto de escándalo para
los judíos y locura para los paganos, mas para aquellos que son llamados, sean
judíos o griegos, un Cristo que es poder de Dios y sabiduría de Dios… Me
presenté a vosotros en un estado de debilidad, de temor y de temblor; y mi
palabra y mi predicación no se apoyaban sobre los argumentos persuasivos de la
sabiduría humana, sino en la eficacia demostrativa del Espíritu y del poder
divino, a fin de que nuestra fe no se fundase sobre la sabiduría de los
hombres, sino sobre el poder de Dios. Exponemos, sí, la sabiduría a los
cristianos perfectos; pero no la sabiduría de este mundo y de los príncipes de
este mundo, abocados a la destrucción. Exponemos una sabiduría de Dios velada
por el misterio, sabiduría que permanece oculta, que Dios, antes del origen de
los tiempos, preparó para nuestra gloria; sabiduría que no conoce ninguno de
los príncipes de este mundo.17
¿Quiénes son, entonces, los príncipes de ese mundo que no ha podido dejar de ser
todavía el nuestro?
Escóndeme bajo la sombra de tus alas.
Será imposible dar con un texto más explícito que éste si se
quiere constatar hasta qué punto se ha dislocado —o se ha de dislocar— el
«centro de gravedad» de la reflexión filosófica —de la razón pura y simple—
cuando su sentido le cae literalmente del cielo. Pablo concede que en la
filosofía —y en la religión pagana— hay un «anuncio» de esta sabiduría otra, cuando se refiere al dios desconocido.18 De
cualquier modo, predominará en el apóstol la desconfianza.
¡Hay que estar literal y clínicamente locos
para estar dispuestos a tragarse semejante patraña!
Y bien, tal sería «nuestra» muy específica
locura. La «locura» de todos los «normales». En ella se cimienta todo un mundo,
todo nuestro mundo. El mundo que
habitamos (y administramos, y hemos depredado hasta los tuétanos) es efecto de
un inmenso compromiso entre aquel significante primordial en virtud del cual
accedemos al orden simbólico y una imagen amable que garantice el feliz pasaje. Avatares, naturalmente, del intransigente pero
eficaz extra ecclesiam nulla salus.
Nuestra locura consiste en la certidumbre de
que Dios es necesario —a fin de tornarlo todo disponible.
Como el psicótico que menciona Lacan en su
Seminario de 1953, «todo se ha vuelto
signo para él». A este respecto, ¿encontraremos en Erasmo de Rotterdam
elogio a otra locura que a esta afirmación de la «necedad» que comporta llenar
el significante primitivo con un discurso del tipo Tú me seguirás y serás salvado? Traducida habitualmente como
«locura», el elogio de Erasmo se dirige realmente a otra cosa. Una traducción
menos traicionera es «necedad», aunque tampoco coincide del todo con el contenido
adjudicado —sobre todo en nuestros tiempos— a este vocablo.
El personaje erasmiano es desde luego mucho más
complejo: lo inunda la densidad y la sutileza de la paradoja. Una locura que es
más que cualquier otra cosa una declaración de no-saber; pero una declaración
hecha desde el no siempre irónico saber del sofista: «Me ha dado hoy la ventolera», comienza Erasmo, «de hacer un poco de sofista».19 La locura —la estulticia— es en el humanista el (muy reflexivo) arte de la
irreflexión. Proclama a viva voz la honestidad de la deshonestidad, pues se
propone desnudar la verdad de todo engaño. Es necio discurrir acerca de la
necesidad de toda contingencia… ¡pero más necio es no hacerlo!
Acaso lo más «filosófico» de todo su Laudo sea la afirmación de la
imposibilidad de llegar —por vías meramente humanas, es decir: racionales— a la
verdad. Nada sería humanamente posible, ni siquiera la vida, sin la necedad (en
el sentido de irreflexión). ¿Un saber del no saber no es, por definición, la
esencia de lo trágico? ¿No fue Sófocles el primero en proclamarlo? Sin
irreflexión no hay gracia.
La locura erasmiana es, en un flanco,
completamente benigna: travesura, liviandad, irresponsabilidad… Es la locura de
la fiesta y de la ignorancia desinteresada. Es no la anarquía, sino el gobierno de las pasiones. Sin embargo,
¿qué podría esperarse de un gobierno que deriva del desacuerdo entre dos
potencias enfrentadas, a saber: la ira y la concupiscencia? La razón, «arrumbada en un rincón de la cabeza», ¿puede
algo ante esas fuerzas desatadas?
Poco, sin duda, pero la locura, la locura
«maligna», designa justamente esa pretensión de someter la violencia de las
pasiones al despotismo de la razón.
Los niños, los jóvenes y las mujeres son —en principio—
encarnación de esta sabia necedad que simboliza la resistencia del cuerpo
—corazón y sexo, o piedad y deseo— al despotismo de la razón. ¿Hay alguna razón
para oponer semejante resistencia a la razón? Percibimos a Baruch Spinoza en las inmediaciones (no por azar éste eligió
los Pays Bas como
residencia mientras que Erasmo sólo intentó repetidamente huir de allí).
La razón de oponerse a la razón, dirá el
humanista, es que la rige la tristeza: «La
naturaleza de las cosas es tal, que quien más necio es lleva la mejor parte de
la vida; que no sé cómo pueda llamarse vida cuando es triste; y así conviene
huir de la tristeza, con el fin de que esta hermana melliza del hastío no nos
prive de todos los placeres».20
«Que cada
cual encuentre bello lo que ama», eso pide Erasmo, y hay que ser locamente
irreflexivo para lograrlo. En breve: no hay vínculo humano que sobreviva al
ácido de la razón, porque en definitiva ella no es lo que otorga al humano su
más profunda (u honorable) seña de identidad. Así que su «extravío» no es
necesariamente una desgracia. ¿Cuál sería, pues, el estado «natural» de un
animal atrapado en el estrafalario trance de abandonar la naturaleza? No hay
estado natural posible. Lo propio de este animal es fingir no serlo. Y fingirlo
sin límites.
Erasmo no lo dice abiertamente, pero no decirlo
así le honra:
Meted a un pájaro en la jaula, y aunque le
enseñéis a remedar la voz humana, perderá su canto la gracia natural, pues
hasta ese extremo es siempre más bello lo que produce la Naturaleza que lo que
finge el arte, y por esta razón nunca sabré ensalzar como se debe al famoso
gallo de Luciano, que habiéndose transformado sucesivamente en filósofo, en
hombre, en mujer, en rey, en particular, en pez, en caballo, en rana, y creo
que hasta en esponja, a ningún ser reputó más infeliz que al hombre, por haber
visto que todos los demás se contienen dentro de los límites de su condición y
que sólo el hombre es el que intenta rebasar los que se le han impuesto a la
suya.21
El hombre podrá ser la medida de todas las
cosas, tal como sostenía Protágoras, y todo el
humanismo renacentista junto a él, pero no hay medida que ostente el poder de
contener al hombre dentro de sus propios límites. Esta sobreabundancia o exceso
es lo único que podría definirlo: meterlo en cintura. ¡Animal paradójico!
Desafortunadamente, semejante apología de la
hipocresía, de la simulación y del engaño conducen a una justificación bastante
cínica de la sociedad de los hombres. «La
mayor parte de los hombres, o se avienen a hacer como que no ven, o se engañan
con mucha cortesía».22 Es una apología de la locura conveniente.
En otras palabras, y a pesar de asegurar —¡o a causa de ello!— que «la sabiduría es un obstáculo para hacer las cosas con perfección»,
para vivir en sociedad está bien hacer como
si todo, lo bueno y lo malo, lo fácil y lo difícil, lo correcto y lo
reprobable, lo espléndido y lo miserable, fueran polos reconocibles a condición
de haber elegido siempre lo más razonable y sensato del mundo.
Es irremediable, diría el humanista, hacerse el loco para adaptarse con el
menor roce posible a la locura objetiva que cohesiona a las sociedades y a las
civilizaciones.
Volvemos así, en un súbito ritornelo, a la inmensa fractura
sufrida entre lo antiguo y lo moderno. Invocando a Pablo, pero también a
Platón, el más «moderno» de los «antiguos», Erasmo confirma —en textos
posteriores al Elogio, discurso que
personalmente llegó a despreciar— que lo propio de nuestro mundo no es hacer
visible lo invisible, sino, al revés, invisibilizar a
lo visible. Al igual que en Cervantes, la negación de lo sensible —¿la forclusión de lo real?— se
tiene que practicar en un sentido eminentemente productivo.
La invisibilización de lo visible es equivalente a la desrealización o
espiritualización de lo real. Intervención quirúrgica a la cual nadie estaría
más autorizado que un teólogo. ¡Menuda locura la de estos especímenes! ¡Acaso
fuera más conveniente pasarlos en silencio! «No hay otros», dice la locura, «que
de peor gana reconozcan mis favores, aunque no por livianas razones debieran
estarme agradecidos».23 Los teólogos,
[…] viven en el quinto cielo y desde su altura
desprecian y casi compadecen al resto de los mortales como a conjunto de seres
miserables que se arrastran por la tierra, pues de tal suerte se hallan
protegidos por sus magistrales definiciones, sus conclusiones, sus corolarios,
sus proposiciones explícitas e implícitas, y tan bien provistos de refugios,
que no podrían enredarse ni en las redes de Vulcano.
Un teólogo es, por definición, inexpugnable.
Se le reconoce por dirigir a las cosas —cuando
se digna hacerlo— una mirada «severa e irascible», producto de haber alcanzado
(y ganado) un asiento absolutamente protegido. ¿A salvo de qué? Del asedio y de
la sucia contaminación, se entiende, de lo real.
Un teólogo se burla Erasmo, teólogo él mismo;
es de aquéllos locos que prefieren dar lugar a que perezca el universo —«e islas adyacentes»— antes que proferir
una mentira, «aunque sea insignificante».
El blanco de estas burlas y pullas es, por supuesto, mucho menos la teología
como discurso de Dios que los desvaríos escolásticos de todo un ejército de
exégetas, monaguillos y hermeneutas. Todos, «más ásperos que el erizo». Es evidente que las cosas no han mejorado
mucho desde entonces.
Lo que debemos retener, en todo caso, en virtud
de la asombrosa ambigüedad que la recorre, es la sentencia que Erasmo,
disfrazado de Estulticia, recoge de San Pablo: «Deo visum esse, ut
per stultitiam servaret mundum, quandoquidem per sapientiam restitui non poterat».24 ¿Ambiguo? ¿Bizarro? ¿Perverso? Sólo por la
locura –por su necedad— podría el mundo ser salvado. No por su sabiduría.
Salvar al mundo es la locura —la necedad— de Dios. La locura —la necedad—
divina es la salvación del mundo. No es de sabios, sino de locos, esperar la
salvación del mundo. La locura salva a Dios del mundo. La sabiduría no puede
restituir la cordura, sólo Dios puede. Etcétera.
El humanista, se lo haya propuesto o no, y
entre broma y broma, pone, como se dice, el dedo en la llaga. ¿Es que Dios se
ha vuelto loco al adoptar la figura de un simple (y estulto) mortal a fin de
salvar al mundo?
¿En qué demonios estaba pensando?
Recapitulemos y reformulemos nuestra sospecha. El cristianismo no
es ateo, como pensaban los antiguos (griegos y romanos): es desacralizante.
Dios es el pivote, o más bien la palanca merced a la cual es posible mover el
mundo, sacarlo de sus goznes y disponer de lo real sin cortapisas. Es decir,
sin supersticiones. El orden paulino-agustiniano —la misma locura defendida a
su modo por Erasmo y por Cervantes— asegura y legitima la dominación humana de
la naturaleza. Exterior, e interior. Tornar lo real (que escapa) en naturaleza
(disponible) es ya testimonio de esta descomunal empresa.
No hay mejor definición o caracterización del
giro moderno —giro que nos trae a grandes, medianas o pequeñas zancadas a la
Ilustración, al Romanticismo y a sus respectivos contubernios y
desfallecimientos.
Directamente a nuestro confín: ahora sabemos
que dentro de las psicosis están de un lado las paranoias y del otro las
esquizofrenias. La distribución es obra de Freud. El psicótico está loco: pero no es un demente. Es un perverso, pero no es un malvado. Según muestra Lacan,
Freud ha dado un paso enorme al «despsicologizar» las
psicosis (y todas las otras patologías). Es necesario ir aun un poco más allá.
Los locos no enferman por razones orgánicas. Ni químicas. Se deschavetan por
problemas lingüísticos. Sí: alteraciones de la gramática, de la semántica, de
la sintáctica, de la pragmática, etc. Ergo,
pueden curarse simplemente hablando.
Volver a esta convicción no significa que el
psicoanalista «comprenda» al enfermo. Karl Jaspers está totalmente equivocado
con su psicología «comprensiva». Da por supuestas las cosas «obvias», y así no
se puede trabajar. Simplifica demasiado. «El
gran secreto del psicoanálisis», explica Lacan, «es que no hay psicogénesis».25 Lo cual significa que las
enfermedades mentales no proceden del cuerpo. ¡Es el cuerpo lo que una y otra
vez resulta enfermado por la mente! Y, ¿qué es la
mente? ¿Naturaleza? Pues no: la mente humana «es lo más antinatural que hay». Freud nunca pensó que su objeto
fuese «natural». Su objeto es, justamente, el «artificio» —el artificio en que consiste ser humanos.
El aporte fundamental de Lacan —al menos a sus
propios ojos, y en esta época— va en ese sentido. El «artificio» remite a una
articulación de tres órdenes o dimensiones. Lo simbólico designa un horizonte situado «por detrás» del horizonte
de la comprensión. Lo imaginario hace
referencia, dice Lacan, «a esas formas
cautivantes, o captadoras, que constituyen los rieles por los cuales el
comportamiento animal es conducido hacia sus objetivos naturales». Designa,
pues, el orden de lo «sensible». ¿Coincidirá con la «conciencia» descrita por
Hegel? Estamos en 1953, y la diferenciación entre lo imaginario y lo real no
parece muy elaborada. Leamos: «¿Qué diferencia hay
entre lo que es del orden de lo imaginario o real y lo que es del orden de lo
simbólico? En el orden imaginario, o real, siempre hay un más y un menos, un
umbral, un margen, una continuidad. En el orden simbólico todo elemento vale en
tanto opuesto a otro».26
Asistimos, sin duda alguna, al
momento de la estructura. Pero aun no sabemos si lo real y lo imaginario se
refieren a cosas diferentes. Que lo simbólico pertenece a lo inconsciente no
está a discusión; que lo imaginario se ubica en la conciencia, tampoco. Queda
pendiente el lugar asignado a lo real. ¿Heterogéneo a lo consciente —y a lo
inconsciente? ¿Es el «afuera»> del lenguaje? ¿Lo exterior al
humano? Tendremos que esperar un poco más si queremos decidirlo.
No mucho, la verdad. El ejemplo invocado
permite inferirlo. «Uno de nuestros psicóticos…», dice el
psiquiatra con total naturalidad. ¿Su loco? Bien, su locura reside en que, para él, «todo se ha vuelto signo». Todo, inclusive «el campo de los objetos reales
inanimados, no humanos». La psicosis consiste en la eliminación
sistemática del azar. Nada ocurre por
casualidad. Absolutamente todo, hasta lo más nimio, banal o insignificante,
lo más azaroso, accidental o miserable, absolutamente todo tiene sentido. Un sentido, desde luego, que habrá que descifrar.
¿Quién no se vuelve loco abrigando idea
semejante?
Quién sabe, tal vez la locura sea más sana que la razón. La
diferencia entre una y otra atañe a cierta forma o formas de sujetarse a lo
real. Aunque «sujetarse» es ya un término excesivo. Dejémoslo en «atenerse».
¿Qué tenemos que decir de eso, lo real? Mucho. Que en realidad siempre acaba
por ser muy poco. Aquí deberá anotarse la resistencia del propio Lacan a
identificar lo real con la «cosa en sí» de Kant. Se trata de una noción «demasiado compleja»27 para
capturarla en una o en muchas frases. Lo real nunca puede formar o dar lugar a
una totalidad; se diría que es la palabra que apunta precisamente en la
dirección de impedir, por cualquier medio, la totalización.
En absoluto designa una sustancia, o algo
físicamente experimentable. Lo real no es «algo», sino una fisura en la red
simbólica. Nada más.
En este sentido, lo real ni pertenece ni está
afuera del mundo. Le da nombre al no todo del mundo. Una fisura o un eslabón faltante, o un diente de la cremallera
que falta y que no permite que el cierre cierre. No
«del todo», pues.
Ahora bien: el todo, ¿es el deseo del orden
simbólico? ¿Quién o qué podría desear algo así? «La verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto —pese a fundar el origen de la función del
padre en su asesinato, Freud protege al padre—, la verdadera fórmula del
ateísmo es Dios es inconsciente».28
Así que la categoría de «real» es la más
compleja —y, con seguridad, la filosóficamente más pregnante—
del discurso de Lacan ¿Nos ayuda a localizar —y clasificar— ese desquiciamiento
que seguimos denominando «locura»? Tendremos que hacer la prueba —y comprender
su recorrido.
Sabemos que —por así decirlo— es siempre un
problema de lenguaje. ¿Qué ocurre allí? La palabra tiene una doble función,
dice Lacan en su primer Seminario. Sirve de medio entre dos hablantes, pero también sucede que con y en ella se revela el ser. Hegel con y contra Heidegger: el reconocimiento y
(o versus) la revelación. Todo el
mecanismo de la escucha psicoanalítica resulta modificado por esta —no siempre
explícita— referencia a Heidegger.
Concebir el lenguaje como medio de
reconocimiento comporta una perspectiva dialéctica. Hacerlo en el sentido de la
revelación implica la introducción de un elemento no mediable (y, a decir
verdad, no reconocible): el ser. Pero no el ser objetivo que funge como
referente de las ciencias positivas. ¿Es el ser de las religiones? ¿Es Dios?
El carácter de mediación de la palabra queda a
partir del primer Seminario localizado en el registro imaginario; a su turno,
el ser será manifestado —cuando ello sea posible— en el registro simbólico. ¿Y
qué ha ocurrido entretanto con lo real? Se ha deslizado hacia lo imposible. De cualquier forma, en estas
etapas de su trayecto Lacan afirma que el ser se halla en la raíz de los tres
órdenes o registros.
¡Que no se nos escape que algo siempre se nos
escapa!
¿Quién está sano? ¿Quién está loco? Comenzábamos en este escrito
problematizando la frontera entre la locura y la normalidad. Pero ahora la
volvemos a trazar entre lo saludable y lo patológico. ¿Qué tan sano es estar
(un poco) locos? ¿Qué tanto, qué tan poco?
Ya le preguntaremos esto mismo a Antonin Artaud; tal vez, si da
tiempo, a Friedrich Hölderlin.
Mientras tanto, permanezcamos un instante más en la gravitación lacaniana.
Una persona sana es, en primer lugar, aquella
que sabe que hay algo en sí misma que no pertenece ni puede ser apropiado por
el sí mismo. La salud estriba en aprender a sujetar al yo. Ésta es, por
supuesto, una primera y muy deficiente aproximación; apunta, en todo caso, a lo
siguiente: la locura —entendida como psicosis paranoica— es un crecimiento
extraordinario del yo. En el Seminario 1,
Lacan escribe: «El discurso del sujeto,
en la medida en que no logra llegar a esa palabra plena en que debería revelarse
su fondo inconsciente, se dirige ya al analista, está hecho para interesarlo y
se sostiene en esa forma alienada del ser que se llama ego». Y, un poco antes, esta otra afirmación, no poco sorprendente: «El yo está estructurado como un síntoma. No
es más que un síntoma privilegiado en el interior del sujeto. Es el síntoma
humano por excelencia, la enfermedad mental del hombre».29 Quien
toma a su yo por centro y medida sólo podrá desembocar en la locura, en la
patología. Cuando menos, y eso es segurísimo, en la imbecilidad.
¿Nos salva de destino tan funesto la apelación al«nosotros»? A mí me queda clarísimo que la cosa no va por
ahí. Pero al Dr. Lacan no siempre le resultó así. Tuvo, según sabemos, su
momento profundamente hegeliano. Pensó que de
lo que se trataba era de conciliar al insignificante (y sufriente) sujeto
con el sujeto del saber absoluto. Más tarde, como acabamos de ver, se desplazó
desde Hegel hasta Heidegger. Descubrió muchas cosas allí, cosas que fue poco a
poco abandonando pero que en el curso de su camino le fueron esenciales;
descubrió una verdad más honda que la verdad.
La verdad, hay que decirlo en su fórmula
canónica, es la del ser humano como sujeto del inconsciente. Desde tal
perspectiva, la verdad humana emerge no en el discurso de la razón, sino en el
del sueño, en el de la locura, en el de la poesía:
Que un olfato más seguro que todas vuestras
categorías os guíe en la carrera a la que os incito: pues si el ardid de la
razón, por muy desdeñosa hacia vosotros que se muestre, permaneciese abierto a
vuestra fe, yo, la verdad, seré contra vosotros la gran embustera, puesto que
no sólo por la falsedad pasan mis caminos, sino por la grieta demasiado
estrecha para encontrarla en la falla de la finta y por la nebulosa sin puertas
del sueño, por la fascinación sin motivo de lo mediocre y el seductor callejón
sin salida del absurdo.30
El resultado de este desquiciamiento del lugar
de la verdad es que no podemos disponer de un metalenguaje. ¡A menos que
imaginemos que lo real mismo habla o escribe! Pero si no lo hacemos, las cosas
cambian de raíz. Hay, desde luego, quien asegura que allí reside la diferencia
entre el ser de Heidegger y lo real de Lacan. El primero habita (o cohabita) en
el lenguaje; el segundo es, literalmente, heterogéneo al mundo de los humanos,
trenzado de palabras. «Antes de la
palabra», explica François Balmès, «no hay ni verdad ni falsedad, pero tampoco
hay ser, ya que ser es verdadero o falso. Sólo con la palabra hay cosas que son
verdaderas o falsas, es decir, que son».31 Lo cierto es que
Lacan tenderá a concebir el ser (en el sentido de Heidegger) como un boquete
abierto en lo real.
Y lo real, como la ausencia de Ley.
¿Lo real da nombre a lo estrictamente impensable? Si es así, ni
rastros de Hegel. ¿Qué es lo que escapa a todo saber? «Hay un punto», observa Lacan en el Seminario 2, «que es
imposible captar en el fenómeno, el punto de surgimiento de la relación del
sujeto con lo simbólico».32 Es el «ombligo del sueño», como le
llamaba Freud. Percibiremos enseguida que ese «punto ciego» tiene todo que ver
con la locura poética, que es, muy probablemente, la locura que nos preserva de
la locura, la locura que impide la caída en la psicosis o en la demencia. Lacan
utiliza la palabra «ser» como último
recurso, algo así como Nietzsche cuando ofrecía la expresión Por designar el origen, esa palabra se halla al
final de todo. En el entendido de que «todo» es algo que pertenece al orden
simbólico. El «ser» de Lacan no es lo real en cuanto tal, sino lo real de lo simbólico. ¿Un ente, entonces? En
absoluto: ese punto ciego es el lugar de emergencia del deseo; al mismo tiempo,
es el sitio del que brota la angustia: «De
lo real último, del objeto esencial que ya no es un objeto, sino aquello ante
lo cual se interrumpen todas las palabras y fracasan todas las categorías, el
objeto de la angustia por excelencia». No sólo impensable, no sólo
imposible: lo real es esencialmente (y no por déficit humano) innombrable. Es la cabeza de Medusa. Es
la mueca de Baubo. Ab-grund.
Pero también es el cielo estrellado. La noche
de Van Gogh. Tras su debate con Pontalis,
en la Introducción del gran Otro,
Lacan hace pie, momentáneamente, en lo imaginario: «Las estrellas son reales, íntegramente reales, en principio, en ellas
no hay nada del orden de una alteridad a ellas mismas, son pura y simplemente
lo que son. El hecho de que las encontremos siempre en el mismo lugar es una de
las razones por las que no hablan».33 Esto ¿significa que el
orden simbólico es completamente arbitrario? Al menos quiere decir que lo real no quiere decir nada, y que en
consecuencia no podría ser «origen» de lo simbólico.
Si no es siempre adverso, lo real sí que es
indiferente al orden simbólico.
Me parece que con estas alusiones —¡y elusiones! ¡e ilusiones, tal
vez!— podemos calibrar las consecuencias que conlleva someter lo real a un
acaso excesivamente poderoso imperativo simbólico. Recordemos simplemente que
el psicótico es aquel para quien todo
tiene sentido y hasta lo más nimio significa algo. Pues bien, y tal es
nuestra hipótesis de trabajo, la locura poética abre orificios en la trama de lo simbólico permitiendo por instantes la
irrupción de lo real.
La locura poética no «hace» nada; sólo deja
respirar al mundo.
Dejemos pues al psicoanálisis en relativa paz y retornemos
nuevamente a la experiencia de la locura, de la locura poética.
Tendríamos que hablar, siempre, de ser
honestos, no del fin sino del principio de la locura. En lo humano principia —y nunca acaba— la locura.
«Ser» «humanos», por lo hasta aquí comentado, es ya suficiente locura. No,
atención, una locura juzgada moralmente, sino en virtud de la locura de la moral. La locura de «ser» un ser
moral. ¿Podemos ahora admitir la posibilidad de una «ética» de la locura?
«La
naturaleza misma», escribe Montaigne en sus Ensayos, «lo recelo al menos, engendró en el hombre cierta tendencia a la
inhumanidad».34 ¿Es «inhumana» la locura? La verdad es que
resulta extremadamente extraño transformarse en un animal dotado de la
capacidad —y de la exigencia— de juzgar. Tal sería el trauma —o el pecado—
«original». ¿Qué tuvo, qué tiene que pasar para que esta mutación tenga lugar?
(Sobre)naturalmente, una violencia extrema. Cada uno
es efecto —tras infinitas mediaciones— de aquella violencia que nos arranca y
al cabo opone a la inmanencia natural. Es que el poder de juzgar presupone, no
sé si en cualquier caso, una posición «elevada». ¿En qué podría apoyarse un
simple mortal para remontar esa su mirada a ras de tierra? Se diría que no hay
juicio que no provenga en última instancia del cielo.
Ahora bien, acaso debería concederse que, así
como hay un cielo de la razón —es decir, de la abstracción, de la desnudez del lógos—, también existe un cielo de los sentidos, la cruel
felicidad de lo concreto. Ese cielo, sin embargo, no es lo que se dice
transparente y puro. Sabemos, por mínima pero persistente experiencia, que el
mundo de los sentidos dista de ser neutro, gris, plano, predecible. Lo cual
invita a abandonar por principio la idea de que sea un mundo.
El «mundo» de los sentidos no tiene sentido;
está compuesto —según apunta el mismo idealismo— de «intensidades y resistencias».
No de «cosas» propiamente hablando, pero sí de rugosidades y lisuras, campos
magnetizados, dulzuras, blancuras, tersuras, perfumes y miasmas, ya sabemos.
Es, literalmente, rico, demasiado rico,
la verdad, el mundo —o, mejor, los mundos— de la sensibilidad. ¿Es concebible una tal pluralidad y tal
abigarramiento de los mundos? Si admitimos que existen muchos mundos, ¿qué
queda del mundo? ¿Se repite hasta el cansancio? ¿Cambia?
Es probable que a semejante multiplicidad la
palabra mundo le venga deplorablemente
chica. En breve: si hay un número innumerable de mundos, ¿dónde comienza y
dónde termina el mundo? Reconozcámoslo: estalla. O hace implosión. ¡Vaya
problema, que exista el número! El
dos no sigue, el dos contradice y si me apuran destruye y sepulta al uno. Así
sucesiva y simultáneamente, al infinito.
Constatemos que los muertos son los entes más
traviesos que existen. La pluralidad no se «agrega» a la unidad: la disgrega,
lo cual resulta descabellado porque no podemos imaginar pluralidad alguna que
se prive de remitir al uno, al individuo, al singular. Pluralidad, de acuerdo,
pero… ¿de qué? Se antoja pensar en otro tipo de oposiciones, de antagonismos,
de polaridades. Por ejemplo, no ya entre lo uno y lo múltiple —al menos no
inmediatamente—, sino entre lo abierto y lo cerrado, lo continuo y lo
discontinuo, el instante y lo eterno, lo mismo y lo otro. O entre el sueño y la
vigilia, lo animal y lo humano, lo vivido y lo inhabitable.
Aunque quizá bastaría una: la del choque entre
el sonido y el sentido.
Volviendo a lo anterior: si somos efectos no
deseados de una violencia sobre-natural, ¿tendríamos que oponerle la violencia
de la naturaleza? ¿Ojo por ojo? Pero de la naturaleza sólo es recuperable lo
que de ella es aprovechable. La cuestión da vueltas y más vueltas sobre su
propio eje. Insistiré una vez más en que sólo cabe un (otro) encomio a la
locura por referencia a lo que en tal condición permitiría un cierto acceso no
voluntariamente autodestructivo a lo real.
La naturaleza es irrecuperable, pues hacerla
hablar o actuar en un medio humano es suprimirla automáticamente en cuanto naturaleza.
¿Qué es eso de la «locura poética» que aquí por lo bajo se
defiende? Dispongámonos a cerrar esta desordenada disquisición con el recurso a
dos eximios representantes.
Acaso nadie como Antonin Artaud (1896-1948) ha combatido con tal fiereza a la
«cultura», que es justamente el orden imaginario-simbólico merced al cual el
hombre habita un (su) mundo. ¿En nombre de qué se practica ese combate? De una
vía de acceso a lo real, entendido como «punto fosforescente» como «zona de
desposesión» del que depende el sentido de la realidad humana en su totalidad.
¿Un contacto inmediato con lo inmediato? ¿Con
qué objeto? Evidentemente, con ninguno. Lo real no podría estar al servicio de
causa o empresa alguna. ¡Es jugar con fuego! La locura poética se revela como
una voluntad de imposible —no sería locura si se propusiese fines distintos en
atención a los cuales la vida y el lenguaje, la existencia y el pensamiento
servirían como medios o utensilios.
La poesía es el residuo, la ceniza, los restos
calcinados de ese empeño por tocar el afuera y el ya no más de la palabra, es
decir, del sentido; por eso mismo decía Artaud que él
sólo escribía para los analfabetas.
¿Es esta angustiosa y exasperada búsqueda de lo
real un gesto griego o cristiano? Ambos, y a la vez ninguno de ellos. Lo real
es peligroso y típico, según Artaud, pero esto no lo sabría tan nítidamente en ausencia
de la experiencia del crucificado. La cruz, sí, sin remedio, pero en una lucha
despiadada por hacer callar su simbolismo. De la cruz y del inocente a ella
clavado, lo que a un loco como Artaud interesa es
solamente el clavo. Su violencia
desnuda, su crueldad sin atenuantes; lo poético atiende o concierne al clavo de
lo real en la espiritualizada carne del mundo, lo cual pone sobre el tapete
infinidad de problemas. El más candente, desde luego, es el de la violencia del
sentido. No la violencia que el sentido mantiene a raya, sino aquèlla sin la cual ningún sentido podría imponerse. La
pregunta es primero: ¿qué simboliza ese hombre agonizando en la cruz? Después:
¿qué emociones te provoca? Y la tercera (que llega tarde, cuando llega): ¿qué
demonios hacen ahí esos clavos? La locura poética consiste en un movimiento de desublimación, de rarefacción y desinflamación de los
símbolos, principalmente de ésos que operan como ladrillos del edificio
civilizatorio. La palabra poética desobra, desmantela, desnuda el trabajo del orden simbólico;
y —terrible decepción— lo hace sin ofrecer nada a cambio.
No, al menos, al final del recorrido. Pues Artaud, a semejanza de Nietzsche, comienza su andadura
persiguiendo una promesa; naturalmente, la reconciliación con la parte segregada,
maldita, reprimida y reducida al rango de materia dispuesta. ¡Divino tesoro!
La locura poética consiste, según se va
disipando la densa niebla, en una respuesta sin dobleces a la solicitación de
lo real, y «solicitación» en el espesor de su etimología: una sacudida, un
estremecimiento, una excitación. Lo real «solicita» al mundo en el sentido de
probar y desafiar su solidez. Lo hace —desde su sitio segregado o sacrificado—
en el espacio simbólico y también en el imaginario. «¿Qué es lo que se sacrifica», pregunta Camille Dumoulié,
«en el juego de las categorías y de los
conceptos? O más bien, ¿qué sacrificio se repite, a partir del primero, el que
implica el lenguaje, la palabra que mata a la cosa? El de lo real».35
Así que, después de tantos rodeos y
circunloquios, nos veremos forzados a conceder que lo real no designa «algo»,
sino el vacío que persiste por dentro y por fuera de todo aquello que por la
violencia del lenguaje y de la razón ha llegado a ser «algo».
Al filo de Artaud y de su alrevesado
periplo comprendemos que la locura poética preserva a lo real —aquello situado
más allá del bien y del mal— de un perverso encapsulamiento en la trama del
mundo. Lo preserva en su estatuto enigmático y evitando atrincherarse en una
empalizada de conceptos, juicios, señales, definiciones, indicios. Lo preserva
en su recalcitrante heterogeneidad a toda codificación moral. La escritura es
loca o delirante en la medida en que no busca, no persigue, no promete, sino
que solamente se deja arrastrar «por la
vía cruel de lo real», tal como un poco después establece Dumoulié.
Lo sorprendente es que el «efecto» de esta
delirante preservación de la inocencia, de la cruel inocencia de lo real,
parecería poder atenuar el riesgo de caer en aquella psicosis paranoica que
vendría a ser —en todos sus grados y modos— el estado normal de nuestra
civilización. «Pues no es el hombre»,
declara Artaud en su defensa de Van Gogh, «sino el mundo
el que se ha vuelto anormal».36 ¿Requieren pruebas?
Allí van unas cuantas. El día 15 de julio de
2010 entré a la página de Yahoo y pude recabar, en unos veinte minutos, las siguientes
sumamente normales noticias: Un ayatollah iraní
sostiene que los terremotos son provocados por la frecuencia con que se tienen
relaciones sexuales «ilícitas»; los policías de Indonesia tienen legalmente
prohibido agrandar el tamaño de sus penes; el gobierno de Inglaterra ha
propuesto al Papa Benedicto XVI lanzar al mercado una marca de condones; el
presidente de Bolivia asegura que alimentarse con pollos genera la
homosexualidad masculina; en Valencia, masturbarse al volante amerita una multa
de 150 euros; los osos de peluche disfrutan de vacaciones en Finlandia; en
Panamá, el 98% de las llamadas telefónicas a las ambulancias son falsas; en
Japón hay sacerdotes robots que casan a la gente; en Japón, las mujeres
cultivan arroz en sus brassieres; en Perú se declaró
el día mundial del ron y en República Dominicana se ha erigido un monumento
nacional a las habichuelas; en un reclusorio penal de Oklahoma los reos se
amotinan porque sus uniformes los hacen parecer payasos de circo; en Australia
se multa a los comensales que dejan sobras… Situaciones grotescas o
tragicómicas que son naderías ante la presencia de un psicótico paranoico, de
un débil mental en la presidencia del país todavía más poderoso del mundo o la
de un confeso protector de nazis en la Basílica de San Pedro…
«Esto va
mal», sentencia Artaud, «porque la conciencia enferma
tiene el máximo interés, en este momento, en no salir de su enfermedad». Ese «momento» era hace más de sesenta años…
La locura poética es un genuino signo de salud
mental, una bocanada de oxígeno puro en un mundo regido por el odio a lo real y
la alergia ante lo otro. ¿Tiene poder en este mundo? ¿Es «real» lo que dice Artaud? «Lo que ataca
la pintura de van Gogh», explica el poeta e
histrión, «no es determinado conformismo
de las costumbres, sino el de las instituciones. E incluso la naturaleza
exterior, con sus climas, sus mareas y sus tormentas equinocciales, no puede
conservar la misma gravitación tras el paso de van Gogh por la tierra». ¿Es una obvia exageración?
Exacto: obvia.
«Porque si la conciencia es la enfermedad
del hombre, Dios es la enfermedad de la conciencia».37 La
aparición de un poeta como van Gogh estremece al
mundo creado por Dios; incluida, desde luego, la naturaleza. La «naturaleza»,
según apuntábamos hace un momento, no es lo que la locura poética —ni la de Nietzsche, ni la de Artaud,
ni la de Hölderlin, ni la de van Gogh,
ni la de Nerval, ni la de Poe, ni la de Coleridge— procuraría reinstaurar en un orden decadente y
corrompido.
¿Por qué? Pues porque ella sigue siendo, de
cabo a rabo, la obra de un orden simbólico fundado en la sujeción y la
reducción a la servidumbre de la parte soberana de cada uno de los seres.
El «alienado auténtico» es, según Artaud,
aquél que prefiere volverse loco a
perder la dignidad. Y es siempre la sociedad quien lo orilla a esos estados. ¿A
qué fin? Al de cerrar los oídos a una verdad insoportable. Una verdad
desquiciante.
La locura «benigna» es una violencia
insignificante, ínfima, puntual, ineficaz, que se opone a una violencia unánime
que define a la locura «maligna». Sólo por ser unánime no es reconocida como
tal locura.
¿Por qué se vuelve loca la gente? Porque hace
de su suerte un «campo de acción» en donde luchan tres fuerzas que se mueven en
direcciones divergentes: la carne, el cuerpo y el espíritu.
Una lucha que puede barrer con un yo que es de
una fragilidad extrema. Van Gogh no se suicidó en un ataque
de locura, ante la angustia de no poder salvar a su yo, sino en el momento en
que lo encontró. Fue la sociedad, y no la locura «personal» la que
lo llevó al suicidio. Le quitó la vida introduciéndose en su cuerpo,
poseyéndolo. Como en la secuencia de El
exorcista, cuando el P. Damien Karras se lanza de cabeza por la ventana al ser poseído por
los demonios.
Siempre según Artaud,
la locura se produce en el momento en el que un sujeto finalmente se encuentra
y se reconoce a sí mismo. ¡Algo que ninguna sociedad puede tolerar! Esto ocurre
porque la sociedad confisca del individuo toda su sacralidad originaria. La
sociedad se absuelve, se consagra, se santifica a costa del individuo. La sociedad invade «como una inundación de cuervos negros» el «árbol interno» del individuo, borrando la «conciencia sobrenatural» a la que podría haber arribado.38
Quizás, pero ¿de qué puede llegar a ser consciente un ser humano? ¿Qué cosa es él
mismo? ¿Qué es lo que «la sociedad» encuentra realmente intolerable? Artaud sugiere que la locura de un sujeto como Vincent van Gogh deriva de su
potencia de contacto con lo real. No lo dice exactamente así, claro. Más bien
lo farfulla. Pero sobre todo lo insinúa al confesar que pasó de la locura
provocada por el tedio de la «pintura lineal»
al estremecimiento de una pintura que plasma «cosas de la naturaleza inerte como agitadas por convulsiones».
Agregando enseguida, enigmáticamente: «E
inertes».
Lo que un ser humano es apenas podría ser otra
cosa que esa fuerza de inercia «a la que todos se refieren con medias
palabras». Una fuerza que corta el
aliento de la palabra. Y una fuerza que se oscurece y se hunde a medida que
la tierra se transforma íntegramente en mundo y la existencia se rige
exclusivamente por aquello que se pone al alcance de la vista y de la mano. Lo
real se oscurece y se aparta a medida que el mundo y la lengua se empeñan por
«esclarecerlo».
Un sujeto puede «preferir» volverse loco que
renunciar a ser lo que es.
Renuncia que es, por otra parte, el combustible de toda sociedad.
El artista, loco benigno, se empeña en desfondar «a mazazos» todos los objetos
del mundo —y todas las formas de la Naturaleza. ¿Lo hace con un propósito
reconocible y confeso? ¿Adrede? No; Artaud admite que
nunca se sabe qué «fuerza insólita está
metamorfoseando». El «hecho» es que la obra (pictórica, poética…) es el
lugar de una por fuerza intempestiva transmutación.
El cielo del cuadro es muy bajo, aplastado,
violáceo, como los márgenes del rayo.
La insólita franja tenebrosa del vacío que se
eleva tras el relámpago.
Es muy forzado identificar en esta inmersión en
la conmoción de lo inerte una suprema voluntad
de real capaz de revitalizar todos los poderes de transmutación de los
seres humanos? ¡Es justamente aquello que una
sociedad, cuantimás una sociedad indeteniblemente
civilizada, halla indigerible, insoportable!
El poeta es el único ser humano que sabe
exactamente quién y qué es: un mortal, «un
destello que debe extinguirse muy pronto, una nota en la lira», canta Hölderlin. Lo sabe, y no reniega de ello. La mortalidad es inicua e inocente. En definitiva, hay
una nobleza profunda en este hecho, que el poeta ayuda a admitir sin doblez y
sin truco.
Y uno de los principales es el lenguaje mismo.
Seguramente debería
decirte muchas cosas, pero voy a callármelas,
porque mi lengua no desea servir más
para los diálogos mortales y las vanas palabras.39
Sin remedio: el lenguaje, creador y sostén del
mundo, cae muy pronto en la banalidad. «Cae
lo grávido, y cae, y con claridad florece/la vida etérea por encima de todo».
La altura del poeta es el lugar en el que no hay dominio; sólo da nombre a la
conciencia de que todo retorna y todo ya ha tenido lugar. «Lo que ha de ocurrir, ya se ha cumplido».
«Pues la
realidad», observa Artaud, «es terriblemente superior a cualquier historia, a cualquier fábula, a
cualquier divinidad, a cualquier super-realidad».
Nada más.
¡Cosa de locos!
NOTAS
1. Conferencia dictada en el Diplomado Nacional «Psicosis
y locura. Fundamentos y alternativas de intervención. A 100 años del caso Schreber, de Sigmund Freud», Auditorio de la Unidad Académica de
Estudios del Desarrollo, UAZ, Zacatecas, septiembre 3 de 2010.
2. Laplanche, J. y J.-B. Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Labor, Barcelona, 1983.
3. Bierce, Ambrose, Diccionario
del diablo, Leviatán, Buenos Aires, 1998, p.85.
4. Breton, André, Manifiestos del surrealismo, Guadarrama,
Madrid, 1969, p.20.
5. Rosset, Clément, Principios
de sabiduría y de locura, Marbot, Barcelona,
2008, p.101.
6. Van Gogh, Vincent, Cartas a Theo, Terramar, La Plata,
2005, p.272.
7. Breton,
André, op. cit., p.30.
8. Bataille,
Georges, La religión surrealista.
Conferencias 1947-1948, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2008, p.47.
9. Ibíd., p.49.
10. Cortázar,
Julio, Territorios, Siglo Veintiuno
Editores, México, 1978, p.12.
11. Maravall, José Antonio, Utopía y contrautopía en El Quijote, Pico Sacro, Santiago de
Compostela, 1976, p.
12. de
Cervantes Saavedra, Miguel, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, II, cap. 16,
Editorial, Año, p.
13. de Assis,
Machado, El alienista y otros cuentos,
Porrúa, México, 1993, p.8.
14. Lacan, Jacques, Las psicosis, El Seminario, 3, Paidós, Buenos Aires, 2006, p.
15. Safouan, Mustapha, Lacaniana. Los
seminarios de Jacques Lacan 1953-1963, Paidós,
Buenos Aires, 2003, p.53.
16. «La forclusión»,
concluye M. Safouan, «quiere decir el vaciado del significante de todo lo que allí se afirma
primitivamente, de suerte que, reencontrándolo, es decir, en respuesta a su
llamado, el sujeto no tiene más opción que inflar la imagen paterna, que es
todo lo que le queda, hasta el punto de hacer de ella el Él donde toda realidad
se reabsorbe, cuando las cosas por su parte se rebajan, como subraya Lacan,
para volverse sombras portadoras de voces». Ibíd., p.56.
17. I Cor., 1:18-24 – 2:3-8.
18. Hch. 17:16-28.
19. de Rotterdam, Erasmo, Elogio de la locura, RBA, Barcelona,
2003, p.20.
20. Ibíd., p.44.
21. Ibíd., p.76.
22. Ibíd., p.66.
23. Ibíd., p.118.
24. Ibíd., p.163.
25. Lacan, Jacques, op. cit., p.17.
26. Ibíd., p.19.
27. Lacan, Jacques, El triunfo de la religión, Paidós, Buenos Aires, 2005, p.95.
28. Lacan, Jacques, Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, Seminario 11, Paidós, Buenos
Aires, 2001, p.67.
29. Lacan, Jacques Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires, 1981, p.31.
30. Lacan, Jacques,
«La cosa freudiana», en Escritos 1,
Siglo Veintiuno Editores, México, 1971, p. 54.
31. Balmès,
François, Lo que Lacan dice del ser, Amorrortu, Buenos Aires, 2002, p.49.
32. Lacan, Jacques El yo en la teoría de Freud y en la técnica
psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 1983,
p.130.
33. Ibíd., p. 357.
34. de Montaigne,
Michel, «De la crueldad», Ensayos, Libro
II, RBA, Barcelona, 2003, p.139.
35. Dumoulié, Camille, Nietzsche y Artaud. Por una ética de la crueldad, Siglo XXI, México, 1996, p.21.
36. Artaud, Antonin, Van Gogh, el suicidado de la sociedad, Fundamentos, Madrid,
1999, p.15.
37. Dumoulié, Camille, op. cit., p.28.
38. Artaud, Antonin, op. cit.,
p.22.
39. Hölderlin, Friedrich, «La muerte de Empédocles.
Tercera versión», en Empédocles y escritos sobre la locura, Labor,
Barcelona, 1974, p.112.
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